viernes, 26 de abril de 2013

RECUERDOS DE UNA HUIDA




LA RECOGIDA

  Aún recuerdo esa mañana de domingo….

  Me despertaron los gritos de mi madre, cogiendo todo lo que encontraba en su camino. Mi padre, menos nervioso, trataba de calmarla e iba tras ella ayudándole en su afán de recogida.
  Me extrañó ver el Sol tan alto, hacía tiempo que no dormía tanto y me levantaba a tan altas horas. Dije para mis adentros - !Bien, hoy no hay trabajo!- Cuán equivocado estaba…
  Di un salto y comprobé que mis hermanos seguían durmiendo en medio de aquel caos y esquivando sus cabezas cogí la ropa y empecé a vestirme.
  A pesar de mi corta edad, ya había visto y luchado mucho en la vida, pero no era nada para lo que me deparaba al cruzar el umbral de la puerta del dormitorio.
  La primera imagen que permanece en mi memoria es la negra y larga melena de mi madre totalmente volcada sobre unos fardos. Al escucharme, volvió la cabeza y pude ver ese rostro que tanto amaba, limpio de esas arrugas que más tarde surcarían su cara.
  Me sonrió a pesar de las lágrimas que inundaban sus ojos y no tuve más remedio que acercarme y ofrecer mi cuerpo para recibir su abrazo.
  ¡!Dios!!, como puedo guardar ese recuerdo, esa sensación, ese olor…
  A pesar de la embriaguez del momento, dirigí la mirada al rincón donde estaba mi padre, totalmente ajeno a lo que acontecía, ensimismado, más aún hipnotizado con la voz que salía de la radio.
  Años más tarde, comprendí la preocupación y el miedo que contenía su mirada al escuchar el discurso del general Queipo de Llano amenazando a los malagueños con su inminente llegada.
  El transcurso del día se pierde en mi mente, quedando algunos trazos de él, parece que el recuerdo ha querido poner un tupido velo en mi memoria. Sólo empieza a vislumbrar la luz, justo cuando el día se va apagando, al atardecer.

COMIENZO DE UNA HUÍDA

  Ya habían cargado todos los bultos en la borrica; pobre Manuela, siempre tan dispuesta a llevar las cargas de nuestra vida; mi madre con el bebé en brazos, el pequeño Salvador, que en el transcurso de nuestro viaje, haría honor a su nombre. Mi padre con la pequeña María sobre los hombros, dormitando, apoyada en su cabeza y mi hermano Antonio cogido al cinturón de su pantalón, con cara de disgusto al ver que dejábamos nuestro hogar.
  Yo marchaba tras ellos, tirando de la borrica, una responsabilidad enorme, ya que en ella iban los pocos recuerdos y bienes que poseíamos. A mis ocho años, era un privilegio sentirme útil, bastante carga tenían con mis hermanos.
   Comenzamos la marcha al cerrar la puerta de nuestra casa y nos unimos a la gran comitiva que pasaba huyendo de la ciudad.
  A pesar de que la noche ya empezaba a cubrir los campos, cada vez se incorporaban más peregrinos a nuestro andar. Mi primer pensamiento fue que salíamos de romería, pero al ver el silencio que acompañaban nuestros pasos, dejé esa idea marchar de mi mente y sentí el frío de la incertidumbre en mi interior.
  Caminamos toda la noche; sin paradas; iluminados por los candiles que cargaban nuestras monturas, solo el llanto de algunos niños y el crujir de las ruedas de los carros, se unían al rumor de las olas que nos acompañaba.
  El tiempo dejó de estar presente y sólo cuando la luz del alba empezó a inundar el horizonte, fui consciente del cansancio y dolor de pies que me invadía.
   Miré al frente y distinguí la solemnidad de mi padre, ya con mi hermano en brazos, aterido de frío, María aún en sus hombros y mi madre apoyada en él con paso vacilante.
  Creo que se dio cuenta de mi mirada, porque en ese momento se volvió y preguntó:
-         Pepe, ¿cómo lo llevas?
  Le puse la mejor de mis sonrisas y contesté:
-         Bien papá, no te preocupes, lo tengo todo bajo control.
  Inclinó su cabeza asintiendo y creo que analizando el lugar en el que estábamos y viendo que el Sol empezaba a subir por el horizonte, decidió que abandonáramos el camino y ascendimos por una ladera en dirección a unas cuevas situadas cerca de allí.
  Nos instalamos como pudimos, ya que no fuimos los únicos que decidimos parar, sacamos algunas viandas de los fardos de Manuela y después de devorar todo lo que cayó en nuestras manos, el cansancio empezó a hacer mella en mi; ni siquiera el dolor de las ampollas que se habían formado en mis pies, impidió que cayera en un profundo y oscuro sueño.

EL BOMBARDEO

  Sentía el balancear de las olas y como los truenos  de la tormenta, mitigaban el clamor del mar, creí distinguir los destellos de los relámpagos… y en ese instante desperté ante la insistente llamada de mi madre.
  Quedé un tanto descolocado, no sabía donde me encontraba y el fuerte ruido que llegaba de afuera, no ayudaba mucho. Poco a poco pude ubicarme y sin hacer preguntas, agarré a mis hermanos y nos adentramos en la gruta todo lo que pudimos.
  El sonido era ensordecedor, apagaba los gritos y llantos de los niños; hacía que el pánico se apoderase de nosotros y sólo cuando ví aparecer el semblante de mi padre ante nosotros, fui capaz de preguntarme, qué estaba pasando.
  Sin pensarlo me tiré a su cuello, cosa que imitaron mis hermanos y así, abrazados, quedamos durante todo el tiempo que duró el atronador ruido.
  Pasaron horas, aunque parecieron años, sumidos en ese infierno. Permanecí con los ojos cerrados, temeroso ante lo desconocido, tragándome las lágrimas que el miedo provocaba y ordenando las pocas oraciones que a mi corta edad había aprendido.
  Y sin razón alguna, de la misma forma en la que comenzó, cesaron los truenos, el Apocalipsis dio paso a ese silencio aterrador en el que los latidos del corazón se adueñan del pensamiento. No veíamos nada, habíamos dejado todas nuestras cosas en la entrada de la cueva y sólo un pequeño mechero de gasoil iluminaba de vez en cuando el habitáculo dando forma a la estancia.
  Mi padre comenzó a moverse, sentí sus manos separando mis brazos de su cuerpo y susurrando, con temor a levantar la voz, se dirigió a mi madre:
Antonia, tengo que salir y ver la situación, no podemos quedarnos aquí eternamente   Asintiendo, mi madre le agarró de la mano, le dio un débil beso y le dejó ir. Sólo tardó unos minutos en volver, portaba un candil encendido, que hizo iluminar nuestras esperanzas, pero la expresión de su rostro nos trajo a la cruda realidad.
-         Pepe, ¿qué has visto?, contéstame, ¿y Manuela? – preguntó mi madre
  Sólo ví como movía la cabeza de un lado para otro, eso me bastó para comprender que no volvería a ver a mi vieja y testaruda amiga. No me atreví a preguntar, intenté pensar que estaba equivocado y no quise pensar en ella, ya lo haría en otro momento, allí no había tiempo.
  Con la voz desgarrada contestó:
-         Cae la noche, es hora de ponernos en marcha, y… Antonia, tenemos que ser fuertes, no sé que vamos a encontrarnos, pero ahora, en este momento, no podemos rendirnos.
-         ¿Rendirnos? – replicó mi madre - ¡ Eso nunca!.
  Por primera vez, la ví echarse el mantón negro sobre su cabeza, envolvió a mi hermanito y a ella en él y emprendió la marcha.

ESPERANZAS ROTAS

  Recuerdo la brisa del mar acariciando mi cara. Después de tanto tiempo envueltos en ese aire enrarecido que se acumula en las entrañas de la tierra; sentir el frescor de la tarde inundar tus pulmones, hace que te sientas vivo.
  No me percaté del olor que acompañaba al viento, fue con el transcurrir de las horas, cuando empezó a hacerse insoportable, casi tanto como el dolor de mis pies, ya descalzos y el hambre que atenazaba mi estómago.
  Veía la preocupación de mis padres, como con cada paso que dábamos, las fuerzas iban dando paso a la desesperación, veía gente dormida en la cuneta y mi padre siempre hacía hincapié en que los dejásemos descansar… ¡Bendita inocencia que hace ignorar las tragedias para convertirlas en un simple juego!.
  Habíamos dejado todas nuestras cosas atrás, las manos vacías llenaban nuestras necesidades, y éstas, cada vez eran más acuciantes, pero no lo suficiente para parar. Pasábamos del suelo a los brazos de mi padre sin perder un segundo, caminar bajo el amparo de la noche, era la única baza de la que disponíamos, sólo cuando el día volvió a llamar a la puerta, buscar refugio y comida volvió a ser prioritario.
  Escuché a mi padre que andábamos a la altura de Almuñécar, faltaba poco para Motril, pero no hizo caso a las recomendaciones del resto de peregrinos, decidió acampar y desviamos nuestros pasos hacia un campo de cañas de azúcar que hicieron las veces de menú y escondite.
  De ese día apenas tengo nociones, lo pasé durmiendo después de comer algunas cañas y sólo despertaba con el ruido de petardos y el llanto del bebé que como un reloj pedía su ración de leche.
  Volvió la noche llamando a la puerta y como si de una señal se tratara, volvimos a retomar el camino.
  No sé si era el cansancio, el desánimo o que la carretera se hallaba en pésimas condiciones, pero cada paso se convertía en un verdadero suplicio, mi hermano no paraba de llorar y a mi madre apenas le quedaban fuerzas; caminaba arrastrando los pies, había tenido que amarrar al pequeño con su mantón al cuerpo ya que no confiaba en la fuerza de sus brazos y la desesperación empezaba a hacer mella en su ánimo.
  Caminamos hasta bien entrada la mañana, la noción del tiempo había desaparecido, haciendo de nosotros almas vacías vagando hacia la nada.
  Y sin más, al levantar la vista, ví el río que anunciaba nuestra llegada a Motril. Cientos de personas cruzaban su cauce como bien podían, ya que en mayor o menor medida, andaban igual de maltrechos que nosotros.
  Paramos en un recodo del camino, teníamos que prepararnos para cruzar y sin motivo alguno, el pequeño Salvador comenzó a llorar y a retorcerse de tal manera que tuvimos que sacarle de su improvisada cuna en el regazo de mi madre para intentar calmarlo.
  Recuerdo el nerviosismo de mi padre, la mirada perdida de mi madre y los gritos del pequeño clavándose en mi cabeza. Veíamos a la gente pasar, y nosotros allí, parados, a un paso del respiro, de un poco de tranquilidad….
  Y de pronto se desató la locura; aún lo recuerdo como en cámara lenta, imitando a esas películas en súper ocho, que congelan la imagen para saltar a la siguiente, a trompicones.
  Una enorme ola avanzando imparable; arrastrando todo lo que se interponía en su camino, devastando vidas y sueños… Nuestros sueños.

EL REGRESO

  Oía los gritos de la gente desesperada pidiendo ayuda, y en medio de aquel desastre, ví a mi padre correr hacia el río. Durante unos minutos lo perdimos de vista, tal era el caos que se había formado. Las familias deambulaban de un lado a otro gritando, buscando a los suyos. Una mujer se acercó llamando a un tal Oscar, me abrazó desconsolada y sólo cuando mi madre la apartó de un brusco empujón, sentí el dolor inmenso que desprendía su mirada, el desconcierto ante la tragedia, la terrible oscuridad de la pena.
  Las ideas se agolpaban en mi cabeza con tal fuerza que no me percaté de la presencia de mi padre. Al parecer llevaba a mi lado un buen rato, pero la figura arrodillada, que lloraba mirando sus manos vacías nunca prendió en mi ignorancia, ni sustituyó el pilar fuerte que representaba su persona.
  Cierto es cuando dicen que tras la tormenta viene la calma. Y no se equivocan, porque la solemnidad del silencio, a veces ensordece más que el sonido más intenso.
  Recuerdo eso, silencio. Tan atronador como las bombas. Ni siquiera el pequeño Salvador quiso romperlo con su llanto, él, que a consecuencia de sus gritos había conseguido que parásemos, que interrumpiéramos nuestro andar, también callaba; tal vez en un gesto cómplice con nuestro duelo, tal vez por una misión ya cumplida.
  Mi memoria se cierra en las tinieblas, sólo una palabra consigue fijarse en ella “hogar”, volver al hogar. Cierro los ojos y me acuno en su embriaguez, en la dulzura de su seguridad, de su calor.
  Pensar en volver no fue una decisión difícil, lo que hacía imposible el retorno era el estado físico y anímico en el que nos encontrábamos. Desandar lo andado no era opción, no teníamos fuerzas, avanzar era imposible y quedarnos sólo nos condenaba a una muerte segura.
  Veo a mi madre entonar una nana para calmarnos, a mi padre buscar entre los durmientes algo que llevarnos a la boca y el recuerdo de un nombre “Norman” , que me hace volar en un rum rum  constante y me deposita en mi cama.


EPILOGO

  Este relato no es más que un reconocimiento o por qué no, un homenaje a tantos malagueños que, como mis abuelos, por miedo a las represalias del bando nacional en su entrada a Málaga, ciudadanos que en su gran mayoría no pertenecían a ninguna ideología, se dejaron llevar por el temor y por las amenazas del general Queipo de Llano y marcharon buscando la seguridad hacia Almería en la llamada DESBANDÁ por la carretera de la muerte.
  En ella se calcula que perdieron la vida entre cuatro o cinco mil personas, familias enteras, bombardeadas por los buques Canarias, Baleares y Almirante Cervera, por la fuerza aérea franquista y la artillería rebelde.
  Muchos consiguieron llegar para ver al poco tiempo como caía también Almería, otros, como mis abuelos, volvieron a sus hogares, algunos ayudados por un doctor inglés, Norman Bethme, que con su ambulancia trasladó a cientos de ciudadanos, muchos de ellos heridos a campamentos donde poder recuperarse y volver a sus casas, a expensas de las represalias que en la ciudad de Málaga se cobró más de veinte mil personas.
  El castigo que recibió mi pueblo nunca fue reconocido; su dolor fue acallado con el transcurrir del tiempo, pero la memoria permanece impresa como a fuego candente en la voz de sus descendientes, herederos del legado de una tragedia que no pretende abrir heridas. Sólo, mover conciencias.